CARLOS TINEO RIOS : LA TENTACIÓN DE UNA PERDIZ.

 CARLOS TINEO RIOS : LA TENTACIÓN DE UNA PERDIZ.

dice el laborioso:

Quien temprano se levanta

goza de salud cumplida, 

tiene una año más de vida

y su trabajo adelanta.

responde el holgazán:

Quien temprano se levanta,

No es de su albedrío dueño.

Pierde una hora más de sueño

Y alguna visión lo espanta.

                                       Dicho popular.

Carlos Tineo Ríos, fue la cara opuesta en todos sus extremos, de su hermano Nico Tineo Ríos, siendo ambos, hombres buenos mozos y hermanos de padre y madre.

Empezando con la familia:

-Nico fue desaprensivo,  y pronto se separó del hogar paterno emigrando a Lima;

Carlos nunca se alejó de su familia y vivió hasta muy adulto  en Malacasí.

-Nico  fue, conversador, extrovertido, mujeriego  y solo pensó en su felicidad.

Carlos en cambio fue  tranquilo, buen amigo, fiel esposo,  servicial y casero.

-Nico tuvo muchas mujeres; Carlos solo tuvo una.

 Carlos fue pueblerino que gustó de la chacra y  la campiña.

-Nico en cambio fue citadino y gozó  con su profesión de policía.

 Pero ambos coincidieron en tener muchos hijos.

Carlos vivió casi toda su vida en Malacasí, fue un colorado buen mozo, futbolista, vaquero y viciosamente  aficionado a la cacería silvestre: venados, sajinos, palomas, etc. y conocía sobradamente todos los manantiales y jagüeyes de todas las rinconadas cercanas. Fue un padre amoroso y engreidor de sus hijos y nietos a quienes deleitaba contándoles historias fabulosas de duendes, viudas, diablos, almas en pena, así como cuentos de bandoleros, machonas, brujos  y cuanto personaje mítico  pudiera interesar a los niños que lo escuchaban con deleite, pues Carlos era un narrador exquisito e incansable, con un bagaje de historias. cual si fuera la narradora Sherezade de Las mil y una noches  

Carlos, contaba  que  un día, como era su costumbre, se internó con unos amigos en la rinconada de El Ala para pasar algunos días en la cacería de venados. Una mañana, decidió ir a un jagüey que estaba como a tres  kilómetros  del campamento, y  luego de haber permanecido casi todo el día aguardando en el  escondite, la aparición de algún venado, se percató que el día casi terminaba , sin haber  conseguido  ninguna presa.

Él estaba solo, y  sus otros compañeros hacían guardia  en otros jagüeyes más o menos lejanos, y Carlos un tanto cansado por el acecho, se aprestaba a iniciar el retorno hacia el campamento de reunión para pasar la noche, cuando de repente, escuchó el silbido de una perdiz muy cerca de él. Carlos se llenó de alegría pensando que era un premio que le llegaba del cielo  al final de un día tan desafortunado, porque la cacería  es así, algunas veces puedes conseguir muchas piezas en poco tiempo, pero otras, se pueden pasar muchas horas o días sin conseguir nada. Era pues el momento preciso para conseguir siquiera una perdiz  y prestamente, Carlos silbó imitando al animal para ubicar el lugar exacto donde esta se encontraba, y efectivamente, escuchó la respuesta como a unos veinte metros en dirección del cerro tupido de árboles y malezas, justo debajo de un alto y robusto Higuerón que se alzaba por sobre los otros árboles formando un enorme dosel.  Luego de escuchar la respuesta de la perdiz, una inmensa e irreprimible curiosidad le impulso a acercarse lo mejor posible, y  estando como a la mitad del recorrido volvió a silbar  para poder ver el ave  y dispararle, pero esta vez, la respuesta se escuchó como  a otros veinte metros más adelante subiendo el cerro.

Carlos siguió avanzando apresurando el paso,  con la escopeta  lista para dar caza a la perdiz, con la convicción de que no podía escaparse esta excelente oportunidad, pero cuando volvió a silbar para ubicar el ave, ésta contestó otros veinte metros más adelante y así se repitió otras cuatros veces, hasta que cayó  en cuenta  que había avanzado como doscientos metros cuesta arriba y la distancia de la perdiz seguía manteniéndose los veinte metros de distancia iniciales.

Miró con más atención y pudo ver que la perdiz se desplazaba por  un camino en cuyos dos costados crecían hermosas  plantas llenas de flores, libre de malezas,  verde por doquier y terminaba en un campo inmenso habitado por gran cantidad de  perdices, venados, pavas de monte, ardillas y toda clase de animales,  como si en una fracción de tiempo más corta que un relámpago, se hubiera concentrado toda la fauna silvestre. Carlos no lo podía  creer, se frotó los ojos, y en una milésima de segundo recordó las palabras de su primo Federico,  quien alguna vez le había advertido  que nunca se apartara del camino de Dios porque “El camino del infierno era ancho y bonito, pero engañoso y te lleva a la perdición”. En ese momento todo se aclaró en su mente y un sudor abundante y frío, le bañó todo el cuerpo desde la cabeza hasta los pies. Un miedo jamás sentido lo paralizó completamente, pensando que la perdiz no era otra cosa que una gran trampa tendida por el mismo espíritu del cerro  que lo estaba encantando para llevarlo a sus dominios para siempre.

Con desesperación  quiso iniciar el retorno, pero sentía que los pasos que daba no le permitían avanzar ni un sólo centímetro,  y era como si caminara pero no caminaba, permaneciendo en el mismo lugar. Carlos entonces cerró los ojos para escaparse de esa irrealidad y metiendo  la mano en el bolsillo izquierdo de su camisa, tomó una medalla  bendita de la Virgen María que le había regalado su primo, y apretujándola contra su pecho  la invocó con todo su corazón, pidiéndole  que lo protegiera de esa incontrolable situación. Rezó con toda devoción invocando a la Virgen y al Arcángel San Miguel, y mientras rezaba, experimentó  una inexplicable  sensación,  como si saliera de pronto de un trance etéreo o de una dimensión desconocida  y sus órganos hubieran estado separados y volvieran a su lugar. Sintió entonces y se dio cuenta, que  sus manos eran sus manos, sus piernas eran sus piernas, sus ojos eran sus ojos, como si de súbito toda una irrealidad volviera  a ser la realidad.

El sol que se perdía en el ocaso se abrió paso entre las nubes que  le impedían despedirse del final del día y alumbró con una extraña claridad para señalarle el camino de retorno. Carlos siguió rezando  y caminando mientras el  camino  se mostraba ancho y fácil, llegando prontamente al campamento  donde se reunió  con todos sus compañeros, que hacía una hora ya estaban esperándole. Pálido como si se hubiera quedado sin  sangre en el cuerpo,  les narró todo lo que le había sucedido, en ese lugar tan bonito que lo invitaba a quedarse.

Todos coincidieron que Carlos Tineo Ríos, había  tenido un encuentro con la mala hora, y que el Apu o Señor del Cerro,  había intentado  encantarlo y llevarlo en cuerpo y alma a sus  dominios, pero la oportuna intervención de la Santísima Virgen María y del arcángel San Miguel lo habían librado de tan peligroso trance.

Desde entonces Carlos nunca más volvió a quedarse solo en los jagüeyes ni desprenderse de la imagen de la Virgen que lo acompañó hasta su muerte natural,  que sucedió en Lima rodeado de sus hijos y su amada esposa   doña Victoria Riofrío. Este hecho  sucedió en el pueblo de Malacasí, para que sirva de ejemplo a  los no creyentes que como Santo Tomás  quieren  ¡Ver para Creer!  Y no escuchan las palabras de Jesús que dijo “¡Tomás, porque me has visto has creído, pero dichosos serán  los que crean sin haber visto!”

Por eso los jóvenes de Malacasí, decía Carlos, ya no deben matar venados ni palomas y más bien deben cuidar celosamente su flora y su fauna , para que las nuevas generaciones sigan disfrutando de la belleza de los animales y las plantas que alegran la campiña malacasina.